La sublime dignidad de los proscritos. (De bobos y bufones).
Eran otros tiempos. En nuestro país cada pueblo instituía a su bobo; cada corte exhibía a su bufón.
MANUELA tenía un marido entibador y dos “guajes”. El salario era ajustado, pero iban tirando. Hasta que un día rugió a destiempo la agria sirena de la mina y, tras ella, se desbocaron las aciagas campanas de la iglesia. Y, al mediodía, bajaron desde la sucia boca, por la vereda ennegrecida y descarnada, tres cuerpos en parihuelas. Entonces se le quebró todo. Aunque el primer grito desabrido de Manuela no tuvo más remedio que recalar impotente en un dolor turbio y contenido. Un sufrimiento semejante a un charco enfangado y perenne en medio del hollín y la escoria de la mina. Y para rematar, tres semanas después, a la transida viuda no le vino la regla a su tiempo, y comenzó a crecerle la panza a porfía. ¡Virgen santa, que desatino! ¿Cómo Dios podía equivocarse tanto con los pobres?
TOMÁS nació siete meses después, canijo, colorado en extremo y asustado cual si mirara perennemente al diablo. Las comadres, haciendo un cínico esfuerzo por halagar a la desabrigada madre, sentenciaron que el “rapaciño” estaba muy bien “compuestito”. Que era una forma suave de aseverar que era una birria de retoño con muy pocos posibles de mejora. Extremo que se confirmó cuando el muchacho dio en estar remolón en el asunto del andar, puesto que para el atrevimiento de la locomoción tardó en arrancar más de cien días. Y luego en lo del habla, qué decir. Comenzó a mal-masticar las palabras, y así siguió sin que jamás pudiera predicar con soltura y manejar con atino letras, armonías o frases.
Y así, la torpeza en el tránsito y la lengua perezosa y de trapo, pronto lo condenaron a la tontuna social: “Tomasito el bobo”. Su madre lo achacaba al pasmo que a ella le supuso la muerte violenta de su hombre y al embarazo azaroso y lleno de negruras que la sobrevino. “Al mi cuitado le faltan luces, pero es muy buena esa criatura”; decía ella siempre con un punto de resignada dulzura.
DON JUAN, que era el maestro del pueblo, pronto lo cobijó bajo su ala. Miraba con compasión a aquellos ojos que siempre presentaban redondez de incomprensión y pasmo. Él, con ternura infinita, trataba de distraer y disipar, cual sol sobre la niebla, aquel dolor infantil que parecía no tener contención ni fronteras. Y, como el muchacho era tardo en destrezas, se lo llevaba a su casa tras las horas de escuela y lo instruía en sueños, pinturas, músicas, viajes, inventos y mitologías. A la vez que lo libraba de la pueblerina y salvaje turba lacerante.
También, para mitigar la exigencia extraescolar, la mujer del maestro, doña Petra, solía invitarlos, a ambos cada tarde, a un chocolate con picatostes en invierno y a una limonada fresquita en verano. Ellos en casa ya no tenían hijos. Así, con sutil protección pero con férreo empeño, Tomás, aprendió a leer y escribir y, sobre todo a soñar y a construirse un mundo imaginario y mágico. Todo, al margen de aquel otro cruel y agresivo con el que el pueblo lo mancillaba desde que lo había instituido por unanimidad y sin remedio como “el tonto oficial del mísero villorrio”.
LA SEÑORITA IRENE era una viuda núbil. Tenía ya más de cincuenta años. Hija única, había atendido las enfermedades y muertes de sus ricos progenitores, entre primores, delicados organdís y devotas oraciones. Sin pensar nunca en ningún modo en lujurias ni en libidinosos devaneos. Tras el último óbito familiar, quedó metida en años pero arropada con singular fortuna. Sola y madura, empapada de novenas y bordados de filtiré y bolillos, pronto cayó en las redes del arcaico don Senén. Un crápula arrogante con más prosapia que cuartos, que pronto la embaucó con lisonjas y la atrajo al conyugio. Todo quedó en la ceremonia sacra, porque en el catre, la virginal dama se quedo a dos velas. Él decía que era de eyaculación seca, pero en realidad era de envite flácido y sin ningún posible o alegría. Un respiro le dio a ella el hecho de que, a los once meses, el taimado disparate, las espichó tras un vahído súbito. Y, ella, tras los llantos de rigor, los cirios chorretosos y las novenas pagadas con magnificencia, conservó su fortuna, los títulos de él, y su virtuosa castidad cual viuda incorruptible a perpetuo.
“LA DRIGUERA”. Tomás llamaba así, con su lengua torpe de cartón, a aquel sitio, porque allí era donde él se cobijaba como animal herido. “La madriguera”, era un cuartucho en el jardín de la señorita Irene en el que se guardan las herramientas. La señorita Irene le había asignado a él las labores de jardinería. Por esas tareas le daba un estipendio y le permitía que utilizara aquel refugio para lo que él deseara. Un catre, una mesita y una silla, eran todo su mobiliario. Únicamente le impuso que en una de las paredes siguiera colgado un sencillo crucifijo. Pues, para ella, era la garantía de redención segura. Pero en aquel cuchitril de solo un ventanuco, Tomás se encontraba en la auténtica gloria. Hasta la señorita Irene le había hecho entrega de la llave; llave que solo él poseía. Ser dueño de una llave era ser el señor de algo casi propio; toda una categoría que lo enorgullecía.
“LA FLOR DE LA MANCHA”. Así figuraba como nombre en la botellita de tinta fina fabricada en La Solana (Ciudad Real) que, junto con un palillero azul celeste y un plumín de marca Johann Sindel, le había regalado don Juan en su dieciséis cumpleaños. Todo un magnífico equipamiento que a él le permitía ensimismarse y pasar, feliz, horas y horas escribiendo con esmerada caligrafía; tomando notas y confeccionando apuntes en su “driguera”. Aquel era su universo, y nada parecía pedir más a su sencilla existencia, a salvo de burlas, acometidas y desplantes.
LA CAJA DE CARTÓN. Completaba el utillaje de aquella su empresa, una pequeña caja de cartón a modo de archivador. En ella iba colocando con exquisita y marcial disposición cuantos papelitos iba él escribiendo, cual el fichero del más pulcro de los bibliotecarios que pudiera existir. En él coleccionó, día tras día, emoción tras emoción, pensamiento tras pensamiento, cuanto iba pasando ante sus ojos, por sus reconcomios y por su misma alma. “¡Dios mío, Tomasillo (que así lo llamaba don Juan), escribes más que “El Tostado”!
El Tostado había sido un Obispo de Ávila llamado don Alonso Fernández de Madrigal, quien escribió hasta la saciedad. Le explicó para su culturización el abnegado maestro.
LA ENTREGA. Pasados algunos años, un día, con solemnidad de prelado, Tomás, pidió al maestro que lo acompañara a la “driguera”. El entrañable prócer lo siguió complacido. Le encantaba a él dar largos paseos con el muchacho por las afueras del pueblo y visitar el jardín de doña Irene, que Tomasillo tenía siempre como un auténtico primor. La sorpresa fue cuando el muchacho no le mostró ni macizos de flores ni arriates, sino que, con ceremonioso ritual, le entregó su cajita de cartón. Lo hizo éste como quien estuviera confiando su auténtica alma, en el más puro acto de generosidad y devoción que alguien pudiera profesar. “Llévesela usted”, fueron las únicas palabras que acompañaron a aquella entrega mística.
LA LECTURA. Ya en su casa, en la penumbra de su galería y a la dorada y mortecina luz del atardecer, don Juan fue entrando en la maravilla apabullante del universo mágico de Tomás. Tras la lectura de los primeros papelillos, sus manos adquirieron un emocionado temblor y su espíritu le ocupó el corazón con una sorpresa infinita. ¿Cómo podía aquel muchacho atesorar tanta sutileza, inteligencia, perspicacia y madurez? ¿De dónde tanta cordura, elegancia y sensatez? En aquellos papelitos estaba recogida toda la vida del pueblo; la social y conocida, pero también la más íntima y secreta de sus habitantes. Mentiras, vicios, faltas, engaños, traiciones, amoríos, infidelidades, rencores, contubernios. Todos los habitantes figuraban allí como en una abigarrada panoplia, como en un barroco retablo de vicios y virtudes, tallado por un iluminado artista omnisciente y omnipresente. Y, además, todo estaba descrito y anotado con la rigurosidad, el respeto y la distancia del mejor de los cirujanos. No existía ni un solo atisbo de crítica o valoración. Era, sencillamente, la visión del ojo riguroso de un auténtico dios superior e infinito.
LA DEVOLUCIÓN. Don Juan, tras la completa lectura, cogió aquel tesoro bajo el brazo y con el ánimo suspendido fue a ver a Tomás hasta su madriguera. Con una mirada intensa, plena de respeto y amor, entregó la caja al muchacho. “Dios mío, Juanillo, solo puedo decirte que eres la persona más sorprendente que he conocido nunca”. El muchacho cogió la caja como una fortuna recuperada, como una alhaja de valor sempiterno. Y con su lengua siempre torpe balbució algo que el maestro entendió como: “Solo quería que usted supiera cuánto ha logrado conmigo y cuánto le quiero: padre”.
LA HOGUERA. Y acto seguido arrimó una cerilla a unas cuantas ramas que tenía ya dispuestas en un extremo del jardín de la señorita Irene. Y, cuando las llamas fueron lenguas azules y doradas, volcó el contenido de la caja. Pronto el papel ardió con vivacidad y chisporroteo. Y, en pocos minutos, solo fueron cenizas entre los rescoldos y pavesas blancas como mariposas volando por el aire. “La hoguera de las vanidades” se encargó de silenciar todo lo que debía seguir para siempre en silencio. El maestro posó la mano sobre el hombro de Tomasillo, como hacía a menudo, y le dijo: “Hijo mío vamos a dar nuestro paseo”.
Una vez más, el que era considerado como el más lerdo, resultaba ser el más sabio y lúcido de todos y el alma más pura y brillante.
j.yáñez