La estéril crueldad
Las tardes eran ya templadas. Una luz tenue
iba dorando las paredes de adobe de la vieja madrasa. El coro monótono de los muchachos y su incesable vaivén
mecían el ambiente adormeciéndolo. El ulema,
desde el negro rigor de su rostro, su barba y su turbante levantó autoritario
su mano y, como por un ensalmo, todo se detuvo: cantinelas, movimientos y hasta
el mismo suspirar del aire. En su interior, los chicos esbozaron una velada
sonrisa. Aquel día el hafiz había
terminado. La memoria podía tenderse ya en la estera apacible del descanso.
En un momento todos salieron de estampida al
gran patio. Una nube de polvo rojizo les recibió complacida, a la vez que sus
gritos, carreras, empujones y alegrías lo invadieron todo poniendo un punto de
vida irrefrenable en medio de la tarde
que se iba apagando.
De pronto, uno de los chiquillos arrebató el kufi-cap a otro y lo tiró hacia arriba
tan alto como pudo. El gorro se elevó entre la algarabía de los demás que
cooperaron entusiasmados a la chanza. Todos estaban concentrados en ello hasta
que uno señaló con su dedo más arriba y más lejos. Una banda de grullas se
acercaba majestuosa dibujando en el cielo bruñido la ordenada flecha de su
viaje. Las aves transmigraban a las tierras del norte. Sin duda el calor
sofocante estaba a punto de llegar.
Absortos, olvidaron el gorro, que retornó a
su dueño como un guiñapo dócil y sin vida. Mientras, uno de los muchachos
gritó: “allí”. Y todos siguieron la señal imperiosa de su dedo. La última de
las aves iba perdiendo altura. Su vuelo no era firme. Y la distancia que la
separaba de las demás cada vez era más dilatada. Al fin cayó a tierra. Todos la
acorralaron gritando y dando saltos de alegría. Un momento después, sujeta por
un cordel por una pata, era obligada a volar y detenerse, siendo objeto de la
más terrible y cruel de las orgías. Estaba aterrorizada.
Ante tanto revuelo, el ulema, salió despavorido. Algo terrible sucedía. Y era así. Entonces
su voz tronó dejando a los muchachos
como petrificados. Les arrebató el ave y la liberó de su hiriente lazo. Le dio agua y demandó un
puñado de grano que le trajeron inmediatamente. Después la dejó tranquila bajo
el cobijo de un cesto y disolvió malhumorado a la jauría.
Toda la noche estuvo inquieto el maestro,
reflexionando sobre la crueldad de sus alumnos, El Gran Profeta no había enseñado
eso sobre el trato a los animales. A media noche dio con la solución; entonces
descansó sereno.
Los
plásticos eran una maldita plaga, lo invadía todo afeando y degradando su
hermoso país.
Al día siguiente, terminada la primera sesión
de hafiz, mandó a los chicos que
salieran al patio ordenadamente. Les sentó en un círculo. Y con dos cañas muy
delgadas, una bolsa de plástico abierta y la cuerda del día anterior pero con
varios lazos, les enseñó a hacer una cometa.
Desde aquel día, los muchachos de Afganistán
cubren el cielo azul de su país con sus pájaros de colores y compiten por ver cuál de
ellos es capaz de volar más y más alto, pero sin crueldad.