Las vidas “vaciadas”.
Yo, Ambrosio Martín Pérez, para servir a dios y a usted, Que así me enseñaron a decir cuando chico, En la escuela, la de don Crescencio, que de aquella era el maestro del pueblo, Un rojo irredento, decía de él don Ambrosio, el cura, Que yo nunca he sabido lo que eso significa, Ni lo he querido averiguar, pues me imagino que no es cosa buena, Y don Crescencio, ser, era hombre de ley, Eso fue, más o menos, dos años después de que terminara la guerra, Menuda gazuza se pasaba de aquella, Servidor fue a escuela solo cuatro años, Luego ya con el ganao al monte, Primero a llevarle la comida a mi padre a mediodía, Luego ya con las cabras del pueblo, de continuo, desde que amanecía hasta el oscurecer, con frío, viento, lluvia o la calor, qué más da, Hasta que me hice quinto y me mandaron a servir a Melilla, Yo nunca había salido del pueblo, El mar no lo había ni siquiera barruntado, Y tampoco me había subido a un tren, Y a los moros tampoco los suponía tan negros y con faldas y con el trapo ese en la cabeza, Dos cabos con galones nos llevaron a todos, Yo, pues qué quiere que le diga, iba más bien pasmao, Para mí todo nuevo, Nos daban muchas voces y algunos empujones, Como si fuéramos talmente ganao, Para que nos aligeráramos decían, De aquí fuimos el Salustio y un servidor, Dos pájaros bobos, que se dice, En el cuartel, los primeros días muchos nervios y congojas y carreras con eso de formar y la diana, Yo ni a dormir me hacía, Luego ya nos enseñamos a decir “a la orden de usted” y a hacer la instrucción, y nos acostumbramos al cetme, al tiro y a las maniobras, El rancho estaba muy bien. Di en, si no engordar, ponerme bien lustroso, Lo que más me gustaba eran las guardias, en la garita, solo, por la noche, viendo las estrellas que eran iguales como las de aquí, pero con olores a mar, Yo ya de aquella me hablaba con la Reme, No sé si nos habíamos hecho ya novios o no, Algún medio arrumaco sí nos habíamos hecho, Pero no habíamos pasado a mayores, Aunque yo, antes de ir a la mili, ya estaba algo verraco cuando andaba con ella; me daba golpes el corazón y se me entiesaban los bajos, Pero ella no me dejaba ni siquiera palparla, Si daba en acercarme, la entraba la risa floja, me daba manotazos, se santiguaba, decía Jesús Jesús, y se iba corriendo, Pa África anduvimos veinticuatro meses, Cuando volvimos ya veníamos como unos señoritos, Con la misma maleta de cartón atada con un cordel con la que nos fuimos, pero con otros aires, dónde va a parar, Se notaba que, tanto el Salustio como un servidos, ya teníamos mundo, que se dice, Mi padre me miró de arriba abajo receloso, con el cigarro apagado y seco a un lado de los labios, y no me dijo nada, La pobre de mi madre no dejaba de abrazarme y llorar, y también decía Jesús Jesús, pero con otro aquél que cómo lo decía antaño la Remedios, A ésta, cuando la vi, ya supe bien clarito que sí que éramos novios, Enseguida me dejó que la palpara algo, en lo oscuro, Y dimos en vernos todos los días, por la noche, Yo iba a su puerta, Ella por dentro del portal y yo por fuera, Eso era a horas en que ya hubiera entrado su padre y el pueblo entero estuviera recogido, Luego de estar un rato, cada uno a cenar a su casa, Pero yo me volvía ya cada noche con el regusto de un beso entre los labios, Y me sentía como un marajá, Que de aquella ya sabía yo que eso era como un rey de por ahí lejos, pero rey, Luego, nos pregonamos, y nos casamos, Nada de festejos, A las siete de la mañana, nos ayuntó don Ambrosio, que seguía teniendo la misma mala hiel de siempre, Y luego a almorzar, y yo para el monte y ella para el chozo a hacer los oficios, que siempre ella fue muy afanosa, Pero, al ser ya marido y mujer, ya cambiaron las cosas, Yo siempre he andado al ganao, pero fui mejorando, y hemos vivido bien; sin holguras pero con dignidad, Los dos hijos nos han salido buenos, Ellos sí han tenido escuela, Y después de su mili, los dos salieron con empleo, el grande de mecánico, el chico en La Renfe, Andan en la capital, y por aquí apenas si se asoman, A mí, desde que se me fue la Remedios se me secó la vida, Pero qué voy a hacerle, El pueblo también se ha ido resecando poco a poco, Ahora ya solo somos cuatro, Serapio y la Lorenza, el tío Majuelo, que le decimos, y yo, Yo tengo una chiva, la Conchita, me hace compañía, y nos repartimos la leche entre los cuatro, Nos vemos un rato cada día, pero luego cada cual a lo suyo, El Majuelo tiene atendido el camposanto, por si es necesario, Lo demás: tapiones de adobe costrosos y caídos, casas destripadas, y tejados hundidos como por una bomba añeja y silenciosa; polvo y calor en verano, y barro y frío en el invierno, Aquí el tiempo siempre es recio de cojones, con perdón por el dicho, Una vez a la semana viene el José Luis, nos trae el pan, algo de frutas, carne, y de vez en cuando pesca, Patatas, judías y lentejas tenemos para el año, Y si nos faltan a alguno, los otros no lo remediamos, Ah, también, el José Luis nos trae las boticas, y la pensión a primeros de mes, Le tenemos firmado un papel, Aquí no hay Ayuntamiento, pero nos tienen dado un teléfono, que lo custodio yo, por si nos pusiéramos malos o algo de eso, Han querido llevarnos a una Residencia, que dicen, pero los cuatro somos cuatro modorros, Qué le vamos a hacer, la querencia del pueblo y que somos antiguos y con medianas luces.
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Ambrosio está sentado en una silla baja. La lumbre en el suelo arde con brío. Lenguas rojas y doradas con perfiles azules lamen una pared sin edad con una costra negra y brillante como de azabache. El hombre juega con el atizador a leer embelesado las cenizas. Fuera el viento silba. Se le puede oír a través del embudo oscuro y grande de la chimenea. Ambrosio desgrana una y otra vez su eterno monólogo; es lo mismo de cada noche; el mismo de siempre. A su espalda, sobre una mesa vieja, fregada un millón de veces, está el televisor desgranando su parloteo ajeno e incesante. Él lo enchufa cada noche, pero jamás lo atiende. En un rincón, sobre un saco, descansa la Conchita. La cocina huele a un humo sin edad ni memoria.
El pueblo es un fantasma desolado y decrépito. Sobre él ha pasado la guerra implacable del tiempo. El camino de acceso es como una piel grande que una culebra hubiera abandonado al sol hace ya muchas mudas. Aquí no viene nadie. Únicamente, en la espadaña de la iglesia, cada año por San Blas, acuden las cigüeñas fieles a su nido. Tienen sus crías y animan el verano. Y, así, la vida, aunque reseca y muda, continúa.
j.yáñez
