miércoles, 27 de enero de 2016

(52) (27-1-2016) La esperanza, una afección endémica.

           Foto: Pedro Tejedor Martín  "Monasterio de Batlha", Portugal (23.9.2015)




La esperanza, una afección endémica.

    Decir que la vida es un trayecto no deja de ser una perogrullada, pero lo es. Todo trayecto entraña un camino, una sucesión de pasos; pero también una acumulación de imágenes, sensaciones, vivencias, esfuerzos, incertidumbres, retos, camaradas de rutas y fatigas; lugares desconocidos a los que se llega, y lugares descubiertos que hay que dejar atrás. Así, poco a poco, uno va llenando la mochila personal de su existencia de gozos, dolores, y de arrugas. Porque vivir no es, al final, sino ir acumulando equipaje. Y ese equipaje, al principio, puede ser un tanto cómodo y tolerable, pero, cuando los años se van apilando, su volumen y, sobre todo su peso, puede llegar a ser excesivo e incómodo. Es entonces cuando uno compara la liviandad de la lozanía con la sobrecarga de la senectud.

Llegando a cierta edad -al menos así lo pienso yo- se tiende, de manera casi involuntaria, a hacer recuento. Debe ser que uno va sustituyendo los proyectos y las quimeras por los recuerdos y las evocaciones. Hay quien -gloriosamente- le echa redaños al asunto y se traviste de bríos juveniles, se embriaga de hiperactividad y se apunta a todo lo que le pasa por delante, con una furia desmedida. Tal vez, ello, con una fiereza muy superior a la que tenía en sus tiempos de mocedad, inexperiencia y disloques. Hay quien por el contrario frunce el ceño, se sirve la copa de la bilis y se dispone a ir bebiéndosela, mientras se deja encharcar y apabullar el alma arrellanándose en el sillón de la doliente espera. ¿Pero, cuál de las actitudes es la oportuna? Pues, vaya usted a saber; la que a cada cual le pida o le permita el cuerpo, o el alma o lo que sea “eso” que uno tenga llegado a esas remotas latitudes.

A mí me gustaría aprender a mirar con serenidad atrás y adelante. Aprender a palparme el cuerpo y convencerme a mí mismo -terco irreductible- de que soy el que soy y no el que sigo  empeñándome en fantasear. Aprender a darme pellizcos cariñosos en el alma que me permitan calibrar con aceptación lo que pudo ser y no fue,  lo que mi “viaje a Itaca” me ha supuesto, y lo que la serenidad del amanecer de cada día y su anochecer pueden seguir regalándome tan dadivosamente. A mí me gustaría empeñarme, de una vez por todas, en afianzarme en el sosiego, y no pendular de la euforia al desánimo. A mí me gustaría… aprender a callar y a ser un dócil espectador que acepta la nimiedad y finitud a las que han de reducirse, inexorablemente, sus desasosegados esfuerzos. 

Mientras tanto leo, escucho sonidos, paseo con mi perro, convivo con quienes se han querido quedar a mi lado, y trato de soportar la gran “barbaridad” del momento histórico que nos está tocando presenciar y vivir. Los amigos son pocos. Tal vez mis méritos hayan sido escasos en su obtención. Hay quien ha llegado y ha pasado de largo; adelantándome unos por la izquierda, otros por la derecha. Con algunos he vivido momentos entrañables, y disfrutado de conversaciones fructíferas y cálidas que han dejado estelas imborrables de afecto. Pero también ha habido quien ha llegado, embaucado, mentido y estafado, expoliándome algo mucho más importante que lo material; la fe en la vida y la confianza en la gente. Tras estos me ha quedado la desolación, el abandono y el desencanto. (Estoy seguro que es algo que nos ha pasado, de uno u otro modo, a todos). 

Pese a ello, cada día busco una brizna de afecto, un soplo de confianza y una pizca de “ese no sé qué” que nos hace vivir y seguir alentando. La esperanza es una afección de la que -gracias a no sé quién- no nos curamos nunca.  
J.Y. 

Viaje a Itaca, de Constantin Kaváfis
  (tomado de https://www.youtube.com/watch?v=m8GBAJmSIdM)

  

viernes, 8 de enero de 2016

(51) (8-1-2016) Políticos catalanes ¿disparate, sainete o esperpento?



(Zarandeando España, desatendiendo Cataluña y aburriendo al resto).


 Nunca he sido ni entonador de himnos ni entusiasta de trapos de colores, más o menos vistosos, colgados de los mástiles y agitados al viento. Nunca he sido de chovinismos ni patrioterías nostálgicas y trasnochadas, ni de fanfarrias militares, ni de sangre con Rh- elitista y discriminatorio o de ácido desoxirribonucleico (ADN) selectivo y excluyente. A pesar de ello, jamás me he sentido desarraigado de mi tierra, ni impasible a sus logros y éxitos, y sí íntimamente solidario con los míos, con nuestro pasado común y nuestra historia. Simplemente creo, desde hace mucho tiempo, en ideas sencillas: que es mejor unir que separar, que la solidaridad es un sentimiento superior a la insolidaridad, que quien más tiene debe aportar más al conjunto como una fórmula fácil y directa de justicia social, que la empresa humana tiende (aunque los retrógrados se obstinen en lo contrario) a borrar fronteras, a rellenar zanjas y cortar alambradas; que nada es exclusivamente mío, ni la tierra en que vivo, ni el pan que como,  ni el aire que respiro, ni el sol que me alumbra o me calienta. Sólo creo que mi patria es el mundo y mi gente la humanidad entera.


Tal vez, desde esta simplicidad de planteamiento mío, me resulta muy difícil comprender tozudeces cismáticas, terquedades férreas para obtención de poder a cualquier coste o precio, aceptaciones sonrojantes de humillación obscena, o compañías de viaje variopintas, truhanescas e hipócritas. A la vez observo cómo, para remendar estos trapos y andrajos se enmarañan ideas, se retuercen principios, se amañan voluntades, se confunden criterios, y se pactan opciones pasmosas, o cuadernos de viaje que parecen guiones salidos de la irrealidad onírica de una noche de farra y burdo botellón. Todo se resume, pues, en un tótum revolútum que nadie reconoce.


Ante tal situación extravagante y grotesca, sólo se me ocurre preguntarme -ingenuo de mí a pesar de mis años- qué se esconde o pretende camuflarse tras tanto disfraz estrafalario o tanto texto o argumento fatuo. Porque no hay duda que semejante desvarío no puede ser sino exponente o antifaz de algo que es preciso ocultar al vil y torpe populacho (Así es como nos consideran a “los abajo firmantes” o, mejor dicho: a sus fervorosos y sumisos votantes).


No me corresponde a mí poner soeces adjetivos ante tanta tropelía (aunque bien me quedo con las ganas). No me corresponde a mí levantar más enaguas o descender más calzones y dejar a los impúdicos comicastros con sus vergüenzas al insultante aire. Sea cada cual de vosotros quien remate esta reflexión que yo solamente inicio. Lo mío es traer la candela. En cuanto a la hoguera, que cada cual atice la suya si es que quiere y hasta donde le parezca que debe llegar su personal fogata.

Únicamente remataré diciendo que se empezó con un despropósito desatinado y retrógrado, se continuó con un sainete hilarante y bufonesco, y se ha rematado (si es que se ha rematado) con un esperpento que don Ramón María del Valle-Inclán bien hubiera firmado.

               (Final de la escena undécima, de la obra “Luces de Bohemia”, de R.M del Valle-Inclán)      

Max: - Latino, ya no puedo gritar… ¡Me muero de rabia! … Estoy mascando ortigas. Ese muerto sabía su fin… La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza… ¿Has oído los comentarios de esa gente, viejo canalla? Tú eres como ellos. Peor que ellos, porque no tienes una peseta… llévame al Viaducto. Te invito a regenerarte en un vuelo.

Don Latino: - ¡Max, no te pongas estupendo!”                                                                       
   j. yáñez

sábado, 2 de enero de 2016

(50) (2-1-2016) El supremo acto de la misericordia frente a la insensibilidad patológica imperante.



Reflexión para iniciar 2016.
 

 (foto tomada de)   http://elpais.com/elpais/2015/12/28/album/1451300329_997564.html#1451300329_997564_1451304301


Ante el desvalimiento y la intemperie en la que todos transitamos por esta vida, parece consustancial al ser humano el buscar refugio en héroes, guías, prohombres, campeones o ídolos. Cada cual nos aferramos a lo que podemos; a lo que creemos que nos sirve mejor para afianzarnos en nuestro trayecto, y paliar, de algún modo, la pequeñez personal y la soledad que nos circunda a todos. En ellos nos fijamos; a ellos entregamos, no pocas veces, nuestra admiración, nuestra fe ciega, nuestros intereses y hasta nuestras ilusiones, sueños y futuro. De ese modo es mucho más sencillo (aunque no lo pareciera) creer que ser incrédulo, declararse fan o hincha que discurrir “por libre”, ser teísta y devoto que ateo e irreverente. En esa misma línea, y por igual razón, aunque enfermiza y desproporcionada, se llega al extremismo, al fanatismo y a la idolatría obsesiva. (El consumismo es una forma perniciosa de idolatría).

Tal vez por esto estemos siempre tan dispuestos a creer en aquellos que se erigen ante nosotros como nuestros guías. A ellos les otorgamos nuestra confianza, por el mero hecho -sin constatar- de que ellos mismos nos dicen que son dignos de ella. Tal vez por eso, se dan fenómenos tan incomprensibles como volver a elegir, una y otra vez, a quienes, a todas luces, son mentirosos, indignos, defraudadores, insensibles, corruptos y avariciosos, incluso confesos y convictos. Nuestra patológica necesidad de amparo a cualquier precio se impone a nuestra razón, elemental equilibrio y sano juicio. “Ante un mal cabecilla o un indigno dirigente que ninguno”, parece clamar nuestro temeroso interior. Lo nuestro debe ser una terca vocación de vasallo, siervo o plebeyo persistente.

Es tiempo de despeñar a falsos guías y mirar a los pocos íntegros que existen. Es tiempo de Diógenes de Sinope. Se dice que por las noches se refugiaba, en lugar de en una casa, en una  tinaja de barro, y que, durante el día, deambulaba por las calles de Atenas con una lámpara encendida diciendo que “buscaba hombres” (honestos).

Dice el Papa Francisco, a quien considero uno de los pocos faros que nos guía, en este proceloso mar del siglo XXI, en el que todos chapoteamos como náufragos desorientados, que estamos podridos por un consumismo que nos sobrepasa y enloquece, mientras la miseria de los desfavorecidos y la insensibilidad ante ella nos carcome la entraña. Mientras, seguimos esbozando una sonrisa de estúpidos satisfechos y orondos, que debería hace palidecer al planeta.

Es este un hombre sencillo que sólo emplea la cordura y la misericordia en su obrar y su enseñanza.
“Cordura” proviene del latín “cor, cordis”: corazón, y el sufijo “ura” que significa actividad o resultado de. Así pues,   cordura no es otra cosa que ACTIVIDAD HECHA CON EL CORAZÓN.

“Misericordia” viene de “miser – i – cord - ia”. Veamos:  “miser” califica al ser desgraciado o que causa compasión. “i”: elemento de unión. “cord”: corazón. “ia”: sufijo que indica cualidad o virtud. En resumen: VIRTUD DEL QUE PONE SU CORAZON -SEDE DEL SENTIMIENTO- A FAVOR DE QUIENES SUFREN.

Por qué será que lo realmente verdadero es siempre sencillo y claro.

 j. yáñez